Me considero afortunada de poder hablar en 1960, en el comienzode un período dentro del cual, ciertamente, la antropología en su as-pecto teórico estará más activa y será más útil para el país y el mundoque lo que fue en la década pasada.La muerte, durante este año, de Alfred Kroeber y ClydeKluckhohn ha puesto agudamente ante mi conciencia, y creo tambiénante la conciencia de muchos antropólogos, la especial necesidad quetenemos de conservar a quienes nunca permiten que su activa fidelidada su propia disciplina los absorba y los aísle de la comunidad de loscientíficos y estudiosos. Los antropólogos se hallan mejor dotados quelos integrantes de la mayoría de otras disciplinas para contribuir acti-vamente al progreso del pensamiento ordenado, si bien estamos sujetostambién a formas particulares de inclinaciones rutinarias que nos aís-lan. Parece oportuno que consideremos estas aptitudes esenciales quenos unen y a veces nos separan de la comunidad intelectual más am-plia, en este año en el que hemos perdido los últimos de aquellos quesiempre deben destacarse como gigantes porque ellos representaban- alcrecer dentro de la disciplina- con mayor autoridad la antropología quelos más jóvenes
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