Rolando entró a la casa con su esposa en brazos. Tenían ya dos años de casados y habían hecho lo mismo al entrar en la habitación del hotel en la luna de miel y en su antiguo departamento, pero ahora el ritual se repetía en su nueva casa. <
> le había dicho Rolando a Karla, su esposa, cuando le platicó que se la ofrecían. Era una casa de dos pisos, de mediano tamaño, con recibidor, sala, comedor, cocina, y en la planta alta tres recamaras, y un baño completo. Y en la parte de atrás un pequeño jardín que ahora estaba seco por el invierno que acababa de pasar, pero el antiguo dueño aseguraba que no tardaría en crecer un pasto verde y suave, y que hasta flores podían plantar al pie de la barda. En realidad a Karla no le había convencido el precio excesivamente barato de la casa, ni la buena ubicación, ni el perfecto estado en que se encontraba; fue ese jardín. Después de vivir dos años en un pequeño departamen-to sentía que tener una casa con jardín, aunque fuera así de pequeño, era lo más maravi-lloso. Imaginaba estar acostada en el suave pasto tomando el sol, con un baso de limo-nada en un lado, y al otro a su marido, y tal vez, después, encima de ella.
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