Marcos se asoma a la ventana, o mejor dicho se aplasta contra ella. Afuera las cosas pasan a mucha velocidad, con ritmo y es como una bendición que eso ocurra. Veinte minutos estuvo parado el tren hace un rato. Veinte minutos sin avanzar un metro y conformarse con ver como una vaca lo miraba fijamente fue patético. Aunque hablar de patético cuando se habla de Marcos es como algo muy recurrente. El vidrio se empañaba mucho así que Marcos sacaba constantemente su pañuelo marrón del bolsillo para limpiarlo. Luego lo doblaba bien prolijo como le gustaba hacerlo y lo devolvía a su lugar. Así estaba tranquilo, cada cosa debía estar en su lugar. Siempre. Las lámparas que ahora brillan, se había apagado lentamente, no sin antes librar una batalla en cámara lenta entre el brillo y las sombras. Luego ya no era luz, era oscuridad, y murmullos de la gente que viajaba en ese tren, el expreso Once-General Pico. El sistema de iluminación es de los viejos, anda a dínamo. O sea, anda mientras el tren anda, luego cuando el tren para la luz empieza a apagarse. Por eso no había andado hasta que el tren volvió a arrancar. La vaca, cinco, diez, quince, veinte minutos, el campo, el ruido de los durmientes y las vías, y de nuevo el movimiento. Atrás quedó la vaca. Primero un bamboleo, luego una pequeña brisa, por fin las luces y por último lo que a Marcos le fascina: el paisaje moviéndose, estirándose
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