Van ganando rápidamente el favor universal las doctrinas que proclaman el arbolado como órgano vitalísimo en la economía del planeta y en la economía social. Los árboles, se dice, son los reguladores de la vida y como los socialistas y niveladores de la creación. Rigen la lluvia y ordenan la distribución del agua llovida, la acción de los vientos, el calor, la composición del aire. Reducen y fijan el carbono, con que los animales envenenan en daño propio la atmósfera y restituyen a ésta el oxígeno que aquéllos han quemado en el vivido hogar de sus pulmones; quitan agua a los torrentes y a las inundaciones, y la dan a los manantiales; distraen la fuerza de los huracanes, y la distribuyen en brisas refrescantes; arrebatan parte de su calor al ardiente estío, y templan con él la crudeza del invierno; mitigan el furor violento de las lluvias torrenciales y asoladoras, y multiplican los días de lluvia dulce y fecundante. Tienden a suprimir los extremos, aproximándolos a un medio común. Las plantas domésticas encuentran en ellos protección contra el frío, contra el calor, contra el granizo, contra los vientos y el progreso de las arenas voladoras. Almacenan el calor excesivo del verano y el agua sobrante de los aguaceros, y los van restituyendo lentamente durante el invierno y en tiempo de sequía
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