Ocurría en Istambul, y los ruidos de la ciudad - automóviles rezongantes y alborotadores borriquillos, gritos nasales de buhoneros y mercachifles y el lejano zumbido de un avión de reacción que volaba en aquel momento sobre la urbe - penetraban atenuados, como emitidos por medio de una sordina, por los amplios ventanales del piso que ocupaba el señor Coglilan. Era ya bien cercana la noche, y el instructor acababa de regresar del colegio Americano, donde tenía a su cargo las clases de Física. Se sentó en una butaca para descansar y esperó. Debía reunirse con Laurie más tarde, en el hotel Petra, situado en la impropiamente llamada Grande Rue de Petra1, y no tenía mucho tiempo que perder, pero estaba intrigado por los inesperados huéspedes que había encontrado esperándolo cuando llegó a su casa: Duval, un francés nervioso y gesticulante, rabioso de impaciencia, y el teniente Ghalil, tranquilo, paciente y reposado, impresionante dentro de su uniforme del departamento de policía de Istambul. Este último se había presentado a sí mismo con exquisita cortesía y explicado que había venido con monsieur Duval en busca de una información que sólo el señor Coghlan, del Colegio Americano, sería capaz de proporcionarles
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