Stevens sirvió las bebidas y pronto, después de las ocho en aquella noche glacial de invierno, lamayoría de nosotros nos fuimos , con ellas a la biblioteca. Por un momento , nadie dijo nada; loúnico que se oía era el chisporrotear del fuego en la chimenea , el lejano chasquido de las bolasde billar y, desde el exterior, el gemido del viento. No obstante, allí se estaba bastante caliente,en el # 249 B de la calle Este 35.Recuerdo que aquella noche David Adley estaba sentado a mi derecha, y a mi izquierda EmlynMcCarron que una vez nos contó una historia espeluznante sobre una mujer que había dado a luzen extrañas circunstancias . Después de el estaba Johanssen , con su Wall Street Journal dobladosobre las rodillas.Entro Stevens con un pequeño paquete, blanco y se lo entrego a George Gregson sin hacer lamenor pausa. Stevens es el mayordomo perfecto a pesar de su ligero acento de Brooklyn ( oquizá por causa de el) pero su mayor atributo, por lo que a mi se refiere, es que siempre sabe aquien debe entregar el paquete aunque nadie lo reclame
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