Cada mañana, cuando la luz de un nuevo día le abría los ojos, el rey Gracián recordaba lo pobre que era. Su pequeño reino de bosques y montañas estaba casi despoblado. Apenas tenía más súbditos que los animales que vivían en ellos.
Le quedaban muy pocos soldados, y eran casi tan mayores como él. Ya no se atrevían a montar muy a menudo a caballo, por temor a lastimarse. Los guerreros más jóvenes se habían ido para ofrecerse a otros reyes y señores que pagaban bastante mejor. Con los servidores había ocurrido lo mismo, ya sólo le quedaban tres criados, y solían esconderse durante gran parte del día para no tener que hacer nada.
Pero el anciano rey Gracián no se sentía triste. Sabía que era un monarca muy pobre, y lo aceptaba. De entre las cosas que aún estaban a su alcance, lo que más le gustaba era caminar por los bosques escuchando los cantos de los pájaros. Pero se cansaba pronto de andar, y sus paseos eran cada vez más cortos.
Por eso se alegró tanto cuando lo visitó un buhonero de Anatolia, con su carro lleno de objetos raros y atractivos, y cosas nunca vistas. Entre ellas había una red de finísimos y resistentes hilos de plata, casi invisibles, que sólo se veían bien cuando les daba el sol de lleno. Podría capturar los mejores pájaros cantores y tenerlos muy bien cuidados en sus aposentos, para deleitarse siempre con sus preciosos cantos.
Y lo que en realidad ocurrirá será tan fabuloso que Gracián recibirá un maravilloso mensaje que le tranmitirán los últimos pájaros de la historia del mundo que tuvieron el don de expresarse con palabras humanas.
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