Ante todo estaba la ciudad; nunca de noche. Lisas paredes reflectantes de metal antiséptico,como un inmenso autoclave. Pura e inmaculada, dominada por un silencio jamás roto por elzumbido visceral de sus engranajes íntimos. La ciudad era autónoma. Los ruidos de pasosresonaban por todos lados, notas sordas y cadenciosas de un instrumento exótico con base decuero. Los ruidos repercutían hacia su creador como una canción tirolesa lanzada de montaña enmontaña. Ruido de invisibles ciudadanos cuya existencia era tan ordenada, higiénica, metálica,como la de la ciudad que habían concebido para que les protegiera en su seno de las embestidasdel tiempo. La ciudad era una compleja arteria, sus habitantes eran la helada sangre que sedeslizaba por ella. Ambos formaban un todo único Ciudad constantemente brillante, eterna en suconcepto, edificada en un desafío de exaltantes formas; la más moderna de todas las estructurasmodernas, concebida como una residencia archiperfecta por individuos perfectos. Último logrode todas las investigaciones sociológicas orientadas a la Utopía. Se la había llamado espaciovital, y estaban condenados a vivir en ella, país de ninguna parte, de estética implacable yaséptica
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