Sólo los apasionados por la nimiedad alcanzarán el Reino de Redonda, pues en esa aparente nimiedad de lo cotidiano -el velo de los actos diarios- pervive un universo tan vasto que imaginar sus límites conduce al delirio. Javier Marías (Madrid, 1951) lleva ya tiempo atesorando momentos que ayuden a la cartografía de tan indefinible espacio, lugares en forma de libro donde el escritor intenta desentrañar las bizarrías de los hombres.
Hace precisamente 25 años, El monarca del tiempo fue catalogado precisamente así, de libro, por más que el propio autor lo presentara como su tercera novela, tras Los dominios del lobo (1971) y Travesía del horizonte (1972) (ambos hoy también vivos en ediciones de bolsillo). No viene al caso escudriñar la naturaleza genérica del texto, pero sí resulta pertinente un somero análisis de la voz narrativa que vertebra las cinco partes de la obra: un ensayo, tres cuentos y una pieza muy cercana al arte dramático. Corría el año 1978, el de la aparición de Extramuros, de Jesús Fernández Santos, el de La muchacha de las bragas de oro, de Juan Marsé (con la que ganó el premio Planeta), y el mismo en que vio la luz Del pozo y del numa, de Juan Benet. Bien vale decir que la concepción de Marías se alineaba con claridad junto al libro de su amigo Benet, un híbrido ensamblaje en el que la experimentación era el cauce para búsquedas tanteadoras y lidias con la ambigüedad.
Para quien siga con sumo cuidado la publicación de sus libros, habrá que creer a Marías cuando explica la reedición íntegra de El monarca del tiempo por cuenta propia como una deferencia a sus lectores más curiosos, pues rompe con la unificación de toda su obra que está llevando a cabo Alfaguara desde que abandonara su relación con Anagrama. En cualquier caso, alinearse con sus queridos Isak Dinesen, Richmal Crompton, W. B. Yeats y M. P. Shield sería excusa suficiente para aparecer en el catálogo de la regia editorial que él mismo dirige y que con este texto alcanza su séptimo título.
Pero acaso lo que llame la atención con más ahínco sea, como se adelantaba, la prefiguración de su actual voz narrativa. Ésta bien podría arrancar con La dimisión de Santiesteban (1975) hasta consolidarse con la injustamente olvidada y escasamente leída novela El siglo, pero ya puede vislumbrarse con claridad en piezas de este volumen como El espejo del mártir, con esa frase final de no sé si sabiendo, ya no quiso saber que recuerda poderosamente el no menos poderoso arranque de su multipremiada Corazón tan blanco. También en las reflexiones que alumbran Fragmento y enigma y espantoso azar, una suerte de exégesis del Julio César de William Shakespeare que hace hincapié en el poder de la palabra y cavila sobre el concepto de verdad. Ahí está ya, pues, el Marías de hoy, tan apasionado por la nimiedad como entonces.
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