En tiempos remotos, se produjo un instante tan corto que nunca se le pudo medir con exactitud. Pareció como si en ese momento cada mente que había existido desde siempre o existiría en el universo lanzaba a gritos sus más profundas emociones. Luego todo acabó. Las estrellas habían vuelto a cambiar. Incluso para Kzanol, considerado como un buen astrogador, no le quedaba posibilidad alguna de discernir dónde se encontraba su nave ahora. A 0,93 luz, velocidad en la que el promedio de masa del universo llega a adquirir un tamaño tal que permite la entrada en el hiperespacio, las estrellas se volvieron irreconocibles. Delante de él las veía brillar en to-nos azules claros. Al dejarlas atrás eran de un rojo pálido, como las llamaradas de un car-bón medio apagado. Por los lados se las veía como comprimidas y planas, convertidas en lentes diminutas. Kzanol se dio un respiro, hasta que el cerebro de la nave hizo un ruido sordo. Fue a echar un vistazo. La pantalla del cerebro decía: «Reestimación de la duración del viaje a Thrintun: 1,72 días». Decidió que no era alentador. Debía estar mucho más próximo a Thrintun, pero la suer-te ?más que la habilidad? decide cuándo una nave hiperespacial debe llegar a la base. El principio de incertidumbre es la ley del hiperespacio. No había que impacientarse, pues pasarían varias horas hasta que el aparato de fusión volviera a cargar la batería. Kzanol giró su silla para poder ver el mapa de estrellas en la pared posterior. El alfiler de zafiro clavado en él centelleaba y relucía en la cabina. Por un momento quedó inmerso en su resplandor, un resplandor de una riqueza sin límites; luego se levantó y comenzó a teclear en el tablero del cerebro
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