Cuando el señor Ashley Sampson me sugirió que escribiera este libro, pedí que se mepermitiera hacerlo en forma anónima; pues, si decía lo que realmente pensaba acerca deldolor, me vería obligado a hacer afirmaciones que suponen tal fortaleza, que resultaríanridículas si se supiera de quién provenían. Mi petición fue rechazada porque el anonimatosería incongruente con esta serie de libros. Sin embargo, el señor Sampson me señaló quepodía escribir un prólogo explicando que, en la práctica, yo no era capaz de vivir de acuerdoa mis principios; y así, ahora me encuentro abocado a esta empresa fascinante. Deboconfesar de inmediato, usando las palabras de Walter Hilton, que a lo largo de estaspáginas "estoy tan lejos de sentir realmente lo que digo, que no me queda más que ansiarlofervientemente y clamar por misericordia"1. Sin embargo, y precisamente por eso, hay algoque no se me puede reprochar; nadie puede decir, "¡Se burla de las llagas el que nuncarecibió una herida!"2, ya que jamás, ni por un instante, me he encontrado en un estado deánimo en que, el solo imaginarme un sufrimiento serio, me pareciera algo menos queintolerable. Si existe un hombre que esté a salvo del peligro de menospreciar a esteadversario... ese hombre soy yo. Debo agregar, también, que la única finalidad de este libroes resolver el problema intelectual que surge ante el sufrimiento. Jamás he caído en lainsensatez de considerarme calificado para la tarea superior de educar en fortaleza ypaciencia, ni tengo nada que ofrecer a mis lectores, aparte del convencimiento de que —alvernos enfrentados al dolor— un poco de valentía ayuda más que mucho conocimiento; unpoco de comprensión, más que mucha valentía, y el más leve indicio del amor de Dios, másque todo lo demás.
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