Don Carlos, de pie ante una concavidad oblonga, de regular profundidad, cuyo fondo y costados desnudos de malezas exhibían una tierra rojiza, húmeda con la reciente lluvia, extendió la vista al bosque que empezaba a media cuadra de allí y subía en suave pendiente por la falda de la montaña. Juan miró el foso con avidez. Una gran excitación reflejábase en su rostro de rasgos finos y vivaces. Se pasó una mano por el pelo revuelto, tratando de volver a su sitio un mechón que caía sobre la frente. Salvador observó el socavón, indiferente. Luego sus ojos recorrieron el agreste panorama, ya olvidados de aquél. En su cara angulosa -veintidós años que parecían treinta- notábase una poco disimulada irritación. (¿Para ver este agujero hemos hecho la caminata? Juan tiene cada ocurrencia. . . Debí quedarme en la casa con Celinda. ¿Qué estará haciendo? Co-queteando con Felipe, de seguro. Y yo aquí. . .) Hizo un gesto de impaciencia. -Va a hacer un año, ¿no, tío? -Juan se inclinó sobre la depresión. -En noviembre próximo se cumple -exclamó don Carlos, con su timbrada voz. Alto y delgado, sus sesenta años le daban un aspecto sereno, sólo desmentido por el constante moverse de sus dedos largos y huesudos-. Deberían erigir un monumento, ¿verdad? (¡Espléndida situación para un monumento! Los conejos y los tiuques tendrían un punto ideal para intercambiar comentarios sobre la espectacular hazaña.) -¿Cómo es que no lo han hecho?
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