A menudo le pasaban... cosas a Gallegher --que tocaba la ciencia de oído--. Era, como él solía observar, un genio accidental. A veces empezaba con un trozo de alambre, unas pocas baterías y un broche, y antes de terminar ya había concebido un nuevo tipo de refrigerador. En ese momento sufría la resaca de una borrachera. Exhausto, esmirriado, desmañado, manipulaba su bar mecánico tendido en el diván de su laboratorio, y un mechón de pelo oscuro le colgaba descuidadamente sobre la frente. Un Martini muy seco goteó del grifo a su boca ávida. Estaba tratando de recordar algo, pero sin mayor esfuerzo. Tenía que ver con el robot, desde luego. Bueno, no importaba. --Eh, Joe --dijo Gallegher. El robot, orgullosamente erguido ante el espejo, se examinaba las entrañas. El caparazón era transparente, y adentro los engranajes giraban a gran velocidad. --Cuando me llames así --indicó Joe--, susurra. Y echa a ese gato de aquí. --No tienes un oído tan sensible... --Claro que sí. Oigo perfectamente los pasos del gato. --¿Cómo suenan? --preguntó Gallegher, interesado. --Como tambores --dijo el robot con petulancia--. Y cuando hablas tú, es como un trueno. La voz de Joe era un chillido discordante, y Gallegher pensó en comentar algo sobre pajas en ojos ajenos y vigas en los propios. Con cierto esfuerzo se concentró en el panel luminoso de la puerta, donde esperaba una sombra. Una sombra familiar, pensó Gallegher
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