Sobre la mesa de luz brillaba, delicadamente, el fino reborde dorado de unmarcapáginas de un extraño material metálico. El hombre que se encontraba sentado asu lado lo tomó, y lo hizo pasar solemnemente entre sus delicados dedos. La belleza deaquel movimiento le emocionó. Recordórápidamente el momento en que le habíanotorgado aquella distinción: el Premio Sigmund Freud. Recordótambién aquel viejo libro,destinado a símismo, sin más ambiciones que la de simplemente existir, o de ser releídoinfinidad de veces por su autor, y que, a pesar de todo, y casi sin darse cuenta, le habíacambiado la forma de pensar a varios miles de personas
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