Los designios de la fama parecen haber sido un tanto crueles con el Eutidemo. Sin necesidad de mayores esfuerzos para justificar su inclu-sión en el corpus platonicum -porque sólo muy pocos y, entre ellos, el infatigable Von Ast se atrevieron en el siglo pasado a dudar de su au-tenticidad-, ha conservado desde la tardía antigüedad un placentero y casi inofensivo lugar junto a otras obras reconocidas como superiores, tales como el Protágoras, el Gorgias y el Menón. A excepción de un fi-lósofo epicúreo, Colotes de Lámpsaco, que, allá por el siglo ni a. C., perturbó la tranquilidad del diálogo atacándolo en un escrito, ha gozado siempre éste de una relativa indiferencia por parte de críticos y lectores de todos los tiempos. Pero lo curioso de tal destino radica en que, si bien no hay obra algu-na de Platón frente a la cual resulte posible permanecer indiferente, es el Eutidemo uno de aquellos diálogos más inquietos y mordaces, que encierra una vehemencia que hasta puede calificarse, por momentos, de volcánica.
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