“La verdad Amelia --dijiste--, no entiendo por qué te vas”.Llovía. Las gotas resbalaban sobre el parabrisas, y de pronto moríanaplastadas por el hule. “Pero si no son más que dos años; además, podrías venirconmigo, ¿no?” Se acercó a ti y recargó su cabeza en la curvatura entre el hombro yel cuello.La tormenta no paraba. Era imposible distinguir la hilera de coches atascadosen el paso a desnivel. Se hacía tarde. Aunque para ti no habría esperanza, ya que deperder el vuelo ella tomaría el siguiente. Hoy mismo, mañana o cualquier otro día.“Sí, claro, podría ir contigo. Pero ¿y el trabajo, la casa...?”Tras un rayo desapareció la música del radio y sólo quedó en el ambiente unzumbido sin altibajos.“¿Recuerdas cuando cruzaste Francia en tu Alfa-Romeo, perseguido,huyendo de la policía que te pisaba ya los talones?” Recuerdas. Y Amelia sonríe. “Yoera gringa y voceaba el Herald Tribune por los Campos Elíseos”. El rostro de ella sereflejaba de perfil, luego de frente, en el vidrio de su puerta. Resaltaba sobre unfondo oscuro, sobre una pintura de gente corriendo bajo la cortina de lluvia, comoen esos cuadros a orillas del Sena que alguna vez compró tu abuelo.“Pero eso fue sólo un juego”. “No, yo te imagino claramente allí, en esahistoria”. Por fin el zumbido fue insoportable y Amelia apagó el radio.Bajaron del auto con prisa. Arrastraron las maletas por el pasadizo cubierto.Era tarde, demasiado. No habría tiempo ni para un café. Ella tendría que subir casien seguida al avión. “Te quiero. Verás qué pronto se pasan las semanas, los meses...En fin”. Y la viste ascender por la escalera eléctrica y perderse en dirección a las salasde espera. “Qué son dos años. Nada”. Y entonces cayó sobre ti la ciudad completa
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