Al desaparecer la astronave entre las vagarosas brumas de Eristan II, Trevor Jamiesonaprestó su fusil atómico. Sentíase aturdido, mareado por la manera que había sidosacudido y zarandeado durante largos momentos en la furiosa corriente de viento de lagran nave. Mas la certidumbre del peligro le mantenía tenso en el arnés que estabaunido por cables a la placa de antigravedad que estaba situada sobre él. Con ojosentornados miraba al ezwal, que le estaba escudriñando desde la esquina superior dela aún oscilante balsa espacial.Sus tres ojos en línea, tan grises como acero bruñido, le miraban fijamente, sinpestañear; su cabezota azul se tendía alerta y —Jamieson lo sabía— dispuesta asacudirse en el instante en que leyese en sus pensamientos una intención de disparar.
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