La lluvia toca sus notas sordas contra la hierba, golpea los cristales y se expande, como una hiedra, estropeando su nitidez. Y somos pentagramas en blanco que rellenamos con notas sueltas que gotean de un beso, el sudor de un goce o una lágrima muda cuyo grito apagado es ahora una corchea salvaje e indomable, como una joven pelirroja que levantaba espadas casi tan altas como ella y esparcía las tripas de los enemigos de su pueblo por toda la isla de Irlanda. El amor es una putada, una bendición que trepa desde los pies a los genitales, que se abren como pulpas y se abrazan, llega al corazón, que desprevenido se rinde vencido sin apenas luchar, donde acaba anidando, como ave rapaz que es.
Esta química tan sencilla fue la que desnudó a un joven nórdico, tan hermoso como una mujer y tan fuerte como una tormenta, de su coraza de combate, que lo mismo le protegía de un hacha enemiga que de una peligrosa caricia. La lluvia continuó con esa magia de pintar los campos verdes otros mil años. Un librero valenciano cree huir de la justicia pero se esconde de sí mismo y descubre en una isla gris, verde y húmeda que somos de donde se nos quiere y no de donde venimos.
La lluvia toca su canción y cada uno escribimos nuestra letra. A veces, con suerte, la melodía acompaña y nuestra ortografía es clara, precisa, como una mirada entre amantes que no saben decir mañana.
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