Había una maldición. Pesaba sobre todos nosotros, aunque no lo sabíamos. Al menos, Lacau no lo sabía. De pie allí, leyéndome en voz alta los sellos de la tumba mientras yo permanecía en mi jaula, no tenía el menor indicio de lo que significaba realmente la advertencia. Y el sandalman, de pie en el oscuro risco mientras observaba arder los cuerpos, tampoco tenía idea de que ya había caído víctima de ella. La princesa sí lo sabía cuando reclinó impotente la cabeza contra la pared de su tumba, hacía diez mil años. Y Evelyn, devorada viva por ella, también lo sabía. Intentó decírmelo la última noche en Colchis, mientras aguardábamos la llegada de la nave.
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