Philip Osborne y Robert Graham eran amigos íntimos. Este último había ido a pasar el verano en ciertos manantiales medicinales en las afueras de Nueva York, el recurso a los cuales había sido prescrito por su médico. En cambio, Osborne -de profesión abogado y con una clientela en veloz aumento- había quedado confinado a la ciudad y había aguantado que junio y julio pasaran no inadvertidos, bien lo sabe Dios, aunque sí enteramente inapreciados. Hacia mediados de julio comenzó a intranquilizarse al no recibir noticias de su amigo, habitualmente el mejor de los corresponsales. Graham poseía un cautivador talento literario, y sobrado tiempo libre, por carecer de familia y de ocupación. Osborne le escribió preguntándole el motivo de su silencio y solicitándole una pronta respuesta. Al cabo de unos días recibió la siguiente carta: QUERIDO PHILIP: Mi salud actual es, como conjeturaste, insatisfactoria. Estas infernales aguas no me han sentado nada bien. Al contrario: me han envenenado. Me han envenenado la vida, y por Dios que desearía no haber venido nunca a ellas. ¿Recuerdas la “Dama Blanca” de El monasterio,1que se le aparecía al protagonista en el manantial? Hay una igual aquí, en este manantial... que como ya sabes tiene sabor a azufre. Juzga la índole de la joven. Me ha embrujado y no consigo librarme de su hechizo. Pero me propongo intentarlo otra vez. No pienses que estoy chiflado, sino espera a verme la semana próxima. Siempre tuyo:
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