Cuando Eustace Weaver inventó su máquina del tiempo, fue muy feliz. Sabría que tendría al mundo en un puño si conservaba el secreto de su invención. Podría convertirse en el hombre más rico de la tierra, un potentado más allá de los sueños de la avaricia. Todo lo que tenía que hacer era emprender breves viajes al futuro para saber qué acciones subirían en el mercado y que caballos ganarían, para después regresar al presente y comprar esas acciones o apostar a tales caballos.Primero comenzaría con las carreras, desde luego, ya que necesitaría mucho capital para jugar en el mercado de valores, mientras que en las pistas podría empezar con una apuesta de un par de dólares y rápidamente multiplicarla hasta lograr miles. Pero habría que apostar en las propias taquillas del hipódromo; pues, jugando así, quebraría con demasiada rapidez a cualquier corredor de apuestas y, además, no conocía a ninguno. Por desgracia, los únicos hipódromos en actividad en ese momento eran los del sur de California y Florida, ambos más o menos equidistantes: a unos cien dólares en pasajes de avión. No tenía para empezar, y le llevaría semanas ahorrar tal cantidad a partir de su salario de empleado de supermercado. Sería horrible tener que esperar tanto tiempo, sobre todo para empezar a ser rico
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