Más tarde, Powers pensó a menudo en Whitby, y en los extraños surcos que el biólogo había trazado, aparentemente al azar, sobre todo el suelo de la vacía piscina. De una pulgada de profundidad y veinte pies de longitud, entrecruzándose para formar un complicado ideograma semejante a un símbolo chino, había tardado todo el verano en completarlos, y era obvio que no había pensado en otra cosa, trabajando incansablemente a través de las largas tardes del desierto. Powers le había observado desde la ventana de su oficina situada en el ala de neurología, viendo cómo señalaba cuidadosamente el trazado con unas estacas y un cordel, y cómo se llevaba los trozos de cemento en un pequeño cubo de lona. Después del suicidio de Whitby nadie se había preocupado de los surcos, pero Powers le pedía prestada la llave al supervisor y se introducía en la abandonada piscina, para examinar el laberinto de pequeños canales, casi llenos con el agua que goteaba del purificador, un enigma que ahora resultaba de imposible solución
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