Resena: EL pobre joven dudaba, sin acabar de decidirse: le suponía un gran esfuerzo abordar
el tema de las condiciones económicas, hablarle de dinero a una persona que sólo hablaba de
sentimientos y, podíamos decirlo así, de la aristocracia. Sin embargo, no quería considerar
cerrado el compromiso e irse sin que se echara en aquella dirección una mirada más
convencional, pues apenas dejaba resquicio para ello el modo en que abordaba el asunto la
dama afable y corpulenta que se hallaba sentada ante él, jugando con unos sobados gants de
Suéde
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que oprimía y deslizaba a través de su mano gordezuela y enjoyada, sin cansarse de
repetir una y otra vez toda clase de cosas, excepto lo que al joven le hubiera gustado oír. Le
hubiera gustado oír la cifra de su salario; pero en el mismo momento en que el joven, con
nerviosismo, se disponía a hacer sonar aquella nota, regresó el niño (a quien la señora
Moreen había hecho salir de la habitación diciéndole que fuera a por su abanico). El niño
volvió sin el abanico, limitándose a decir, como si tal cosa, que no lo encontraba. Mientras
dejaba caer aquella confesión cínica, clavó con firmeza la mirada en el aspirante a alcanzar el
honor de ocuparse de su educación. Este personaje pensó, con cierta severidad, que la
primera cosa que tendría que enseñarle a su pupilo sería cómo debía dirigirse a su madre
(especialmente que no debían darse respuestas tan impropias como aquélla).
Cuando la señora Moreen ideó aquel pretexto para deshacerse de la presencia del
niño, Pemberton supuso que lo hacía precisamente para tocar el delicado asunto de su
remuneración. Pero lo había hecho tan sólo para decir sobre su hijo algunas cosas que a un
niño de once años no le convenía escuchar. Elogió a su hijo de manera desorbitada,
exceptuando un momento en que, adoptando un aire de familiaridad, bajó la voz y, dándose
unos golpecitos en la parte izquierda del tórax, dijo suspirando:
-Y todo lo ensombrece esto ¿sabe? Todo queda a merced de una debilidad.
Pemberton coligió que la debilidad se localizaba en la región del corazón. Sabía que
el pobre niño no era robusto: tal era el motivo por el que le había invitado a tratar de aquello,
por medio de una señora inglesa, una conocida de Oxford que a la sazón se hallaba en Niza y
que casualmente estaba informada tanto de las necesidades de Pemberton como de las de
aquella amable familia norteamericana, que buscaba un tutor altamente cualificado y
dispuesto a vivir con ellos.
Idioma: Español
Categoría: Lengua y Literatura, Narrativa
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