Resena:
Creía, pobre John Berridge, haber saboreado ya todas las mieles del éxito; pero nada le había gustado tanto
como cuando el joven lord, que fue lo que inmediatamente se imaginó que era, y además con toda razón, se
lanzó a buscar en París a la nueva estrella literaria que había empezado a brillar, con una luz limpia y roja, sobre
el vasto aunque más bien confuso horizonte anglosajón; y abordó a esa celebridad con un ruego tímido e
ingenuo. En esa ocasión, el joven lord pidió el juicio inestimable de la celebridad para un caso literario especial;
y Berridge pudo tomárselo todo como uno de los actos más «curiosos» presentados hasta entonces a sus ojos en
el escenario de la sociedad europea, aunque esos ojos, por lo general, estuvieran siempre muy atentos a perderse
lo menos posible del espectáculo humano, y hubieran estado últimamente más abiertos que nunca ante las
grandes extensiones que se le ofrecían (pues no podía imaginarse de otra forma su destino) bajo el presagio de
su prodigioso «éxito». Era gracias a su éxito por lo que estaba teniendo esas raras oportunidades, de las que tan
honesta y humildemente, como podría haber dicho, se proponía sacar lo más posible: era gracias a que todo el
mundo (tan lejos habían ido las cosas) estaba leyendo El corazón de oro, como un libro un poquito demasiado
gordo, o sentándose a ver una obra en cinco actos, un poquito demasiado larga, por lo que se veía llevado por
una marea en la que casi no se habría atrevido a dejar flotar a su héroe favorito, por lo que se encontraba con
que le estaban pasando cientos de cosas agradables e interesantes que eran todas ellas, de una forma u otra,
afluentes de esa corriente dorada.
La gran resonancia renovada por la suerte increíble que había tenido la obra estaba siempre en sus oídos, sin
que necesitara molestarse ni en volver la cabeza para escucharla; de manera que el extraño mundo de su fama
no era únicamente el campo habitual del auge anglosajón, sino el fondo del mar teatral entero, origen
insondable de la ola que en el curso de uno o dos años le había llevado a los escenarios alemanes, franceses,
italianos, rusos y escandinavos. París parecía ser ahora el centro de ese ciclón, con crónicas y «beneficios», por
no hablar de agentes y emisarios, que convergían allí desde otras capitales de menor importancia; aunque eso
no impedía que estuviera impaciente por volver a Londres, donde su obra no había tenido que sobrevivir a una
crítica tan despiadada, ni aprender una lección tan angustiosa como la que había recibido de la autoridad
suprema, la autoridad francesa que en esas cuestiones era la única con la que desde el punto de vista artístico
había que contar. Si su espíritu había tenido que contar con ella, su cuarto acto prácticamente no lo había hecho:
todas las noches seguía haciéndole sentir vergüenza por el público, más incluso que la que el inimitable
feuilleton le había hecho sentir de sí mismo.
Categoría: Lengua y Literatura,
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