Resena: M
i abuela me enseñó a leer.
Mi abuela me enseñó los libros y me traspasó su amor hacia ellos. No tuve elección, fue su
herencia. Mi abuela me dijo que con los libros yo nunca estaría sola.
Me enseñó a cuidar de mis ojos adueñándome de ellos como el lugar más preciado, el más
nítido. Me explicó que si alguna vez fallasen los oídos, no sería tan grave, poco me perdería, todo lo que
valía escuchar se había escrito y lo rescataría con mis ojos. Me dijo que si alguna vez fallase la voz, no
sería el fin. Recibiría el sonido exterior sin devolverlo y nadie lo echaría en falta, menos yo. Estaban las
palabras para ser ejecutadas: por mis oídos las que ya estaban concebidas, por mis manos las que
quisiera inventar. Al final, sin mencionar siquiera otras carencias como el olfato o el gusto, mi abuela me
dijo que ignorara la sordera y la mudez si llegasen a acometerme, que la única falta total era la ceguera.
Que cuidara mis ojos. Sólo con ellos podría leer. Sólo ellos me salvarían de la soledad.
1
* * *
F
UE
un sábado por la tarde. Pasábamos el fin de semana con Sofía y Victoria en mi casa en el
campo. Bajo el parrón llegó la hora desolada de los cerros y la piscina en silencio era un azul tan azul,
olvidadiza del verde que nos rodeaba, ajena al verde, como nunca logré estar yo, siempre algo enredada
en ese color.
Sucedió lentamente.
Así.
Mientras flotaba en el aire y aterrizaba en mí la risa de Sofía, comencé a sentir un hormigueo en
mi brazo derecho. Me lo sobé sin darle importancia.
—Blanca, ¿no hay más hielo?
Me levantó el impulso de mi instinto diligente y crucé hacia la casa. Desde el living le grité a
Honoria a la cocina, que trajera la hielera. Entonces, de pie al centro de esa familiar sala, sentí el
hormigueo de nuevo, esta vez recorriéndome la pierna derecha. Me sujeté del borde de la mesa de pool y
el paño verde sería una visión para siempre. Con los ojos fijos en la tela esperé que el hormigueo se
fuera. Permaneció. Al cabo de un rato volví al jardín y caminé hacia el parrón con cierta torpeza. Sofía me
miró divertida.
—No me digas que ya te curaste, ¡con tan poco!
Mi sonrisa debe haber parecido forzada. Tomé mi lugar en la silla de lona al lado de Victoria. No,
no era idea mía, se me había dormido el brazo, se me había dormido la pierna y ahora mi mano también
se dormía.
Idioma: Español
Categoría: Lengua y Literatura, Poesía
Para ver más información debes estar identificado / registrado.