El remanente descendió furtivo la escarpada cuesta. Era una criatura flaca y vacilante, de ojostorturados. Se movía en una serie de rápidos desplazamientos, ocultándose tras paneles de airenegro. Corría cada vez que una sombra pasaba, y a veces se arrastraba a cuatro patas con la cabezajunto al suelo. Al llegar a las últimas rocas, contempló la llanura.Se elevaban a lo lejos unas sierras bajas que se confundían con el cielo, pálido y lechoso comovidrio opalino. La llanura se desplegaba como pana raída, arrugada y verdinegra, salpicada de ocre yherrumbre. Un surtidor de roca líquida se elevaba a gran altura, abriéndose arriba en ramificacionesde coral negro. A cierta distancia, una familia de objetos grises evolucionaba con la ilusión de unafinalidad prevista; las esferas se fundían en pirámides, se convertían en domos, en manojos deespirales blancas, en agujas que pinchaban el cielo y, como tour de force final, en complejos mo-saicos.Al remanente nada de eso le importaba. Necesitaba alimento y en la llanura había plantas. A faltade algo mejor, eso sería suficiente. Crecían en el suelo, o a veces en los bloques de agua suspendidoso en el corazón del duro gas negro. Había macizos de indómitos espinos, bulbos verde pálido,plantas de hojas pegajosas y oscuras, tallos con flores retorcidas. No había especies definidas, y elremanente no tenía forma de saber si las hojas y vástagos que había comido el día anterior no seríanhoy venenosos.
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