La comadrona de la maternidad se detuvo ante la cristalera aséptica, a prueba de ruidos, de la sala de partos. -Y allí -dijo al joven americano de elevada estatura, perteneciente a la Organización Mundial de la Salud-, puede ver a nuestro santo patrón. Barry Chance miró perplejo a la mujer hindú. Era una cuarentona de Kashmiri, vivaz y con aire de gran competencia. No se trataba, por lo tanto, de la persona más adecuada para tomar a broma el trabajo a que dedicaba su vida. Además, no había el más leve matiz de ironía en el tono de su voz. Claro que en aquel fecundo subcontinente, en la India, un extranjero nunca podía tener certeza de nada. -Perdone -dijo él tímidamente-. No creo haber entendido... Por el rabillo del ojo estudió al hombre que la comadrona le había indicado. Era anciano y calvo, y el escaso pelo que quedaba en su cabeza formaba una especie de aureola que enmarcaba su rostro profundamente arrugado. La mayor parte de los indostanos, según había podido comprobar el norteamericano, solían engordar con la edad; pero aquél era muy enjunto, como Gandhi. Evidentemente, su aureola y aquella ascética apariencia podían justificar ya una fama de santidad
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