Enormes peñascos alzaban sus cimas a ambos lados de las sendas que la
Naturaleza había trazado a través de la Montaña Rocosa. Algunos de ellos estaban
engarzados en las altas paredes de arenisca como joyas de oro viejo, y otras que
pesaban varios millares de toneladas, parecían estar equilibrados sobre una punta,
de modo tan incierto y amenazador, que daban la impresión de que sólo el
repiqueteo de los cascos de los caballos iban a precipitarlos sobre jinetes y
monturas.
El sheriff Pete Rice, a pesar de eso, mascaba plácidamente su habitual chicle,
mientras hacía galopar su caballo alazán por la senda. Probablemente nunca pensó
en la amenaza de tales rocas situadas a semejante altura, o si lo hizo confiaba, sin
duda, en que, después de haber permanecido largos siglos donde estaban, por lo
menos continuarían allí hasta que hubiese pasado él.
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