Las Criaturas SalvajesSoplaba el viento del norte, y los últimos días de Otoño se sucedían en tonos rojos y dorados. Sobre los pantanos la tarde se elevó solemne y fría. Y todo estuvo tranquilo. Entonces la última paloma volvío a su hogar en los árboles, en la distante tierra seca, cuyas formas se habían tornado misteriosas en la niebla. Y nuevamente estuvo tranquilo. Mientras la luz se desvanecía y la bruma se hacía más profunda, el misterio se arrastró desde todos los rincones, acercándose. Luego los verdes chorlitos llegaron trinando, y todos descendieron. Y nuevamente todo fue quietud, salvo cuando uno de los chorlitos se elevaba y volaba un poco, profiriendio el grito de la desolación. Y la tierra se volvió sosiego y silencio, esperando la primera estrella. Entonces apareció el pato y la mareca, bandada tras bandada: y toda la luz del día se desvaneció del cielo excepto una banda roja de luz. Sobre la luz aparecieron, negras e inmensas, las alas de una bandada de gansos batiendo el viento sobre los pantanos. Ellos, también, bajaron entre los juncos. Y repentinamente, las estrellas aparecieron y brillaron en la calma, y luego hubo silencio en los inmensos espacios de la noche. Súbitamente, las campanas de la catedral del pantano estallaron, llamando a la oración vespertina. Hace ocho siglos, en el borde de la ciénaga, los hombres habían construido la gigantesca catedral, o quizá hace siete siglos atrás, o tal vez nueve –– todo era uno para las Criaturas Salvajes
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