Nos conocimos por asuntos de negocios. La firma de Michaels deseaba abrir una sucursal en la parteexterior de Evanston y descubrió que yo era propietario de algunos de los terrenos más prometedores. Mehicieron una buena oferta, pero no cedí; la elevaron y permanecí en mi actitud. Por fin, el director enpersona se puso en contacto conmigo. No era en absoluto como me lo esperaba. Agresivo, por supuesto,pero de un modo tan cortés que no ofendía, sus maneras eran tan correctas que difícilmente se advertía sufalta de educación formal. De todas formas, estaba remediando con gran rapidez esta carencia con clasesnocturnas, cursillos de ampliación y una omnívora lectura.Salimos para beber algo mientras discutíamos el asunto. Me condujo a un bar que no parecía deChicago: tranquilo, raído, sin tocadiscos, sin televisión, con un anaquel de libros y varios juegos de ajedrez,sin ninguno de los extravagantes parroquianos que usualmente infestan tales lugares. Fuera de nosotros,había solamente media docena de clientes, un prototipo de profesor egregio entre los libros, variaspersonas que hablaban de política con cierta objetiva pertinencia, un joven que discutía con el camarero siBartok era más original que Schoenberg o viceversa. Michaels y yo encontramos una mesa en un rincón yalgo de cerveza danesa
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