Todos estaban ebrios, y los oficiales jóvenes del extremo lejano de la mesa hacían apenas más ruido que los mayores sentados cerca del coronel. Las alfombras y colgaduras no bastaban para apagar el tumulto, los gritos, las botas que golpeaban el suelo, los puñetazos en las mesas de roble, los brindis de las copas, que resonaban de un muro de piedra a otro. Arriba, entre las sombras que ocultaban los mástiles, las banderas del regimiento flotaban con la brisa, como uniéndose al caos. Abajo, las luces de las linternas suspendidas y de las chimeneas rugientes centelleaban sobre los trofeos y las armas.El otoño llegaba temprano en el monte Eco, y afuera soplaba la tormenta. El viento ululaba en las torres de los vigías, y la lluvia azotaba los patios; un ruido sordo que entraba en los edificios y se arrastraba por los corredores, Como si fuese cierta la leyenda de que los muertos del batallón salían del cementerio en la noche del diecinueve de setiembre y trataban de unirse a la celebración, aunque hablan olvidado el camino. Nadie parecía impresionado sin embargo ni aquí ni en las barracas, excepto quizá el mayor. La tercera división, los Gatos Monteses, y sobre todo el regimiento Piedras Rodantes del fuerte Nakamura, tenía fama de ser la más turbulenta del ejército de los Estados Pacíficos de América.
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