Limítese a permanecer sentado y descanse. Trate de divertirse con esto: es el último cuento que va usted a leer en su vida; o casi el último. Una vez leído, puede quedarse ahí un rato, o encontrar excusas para remolonear por su casa, su cuarto, su oficina o el sitio donde se encuentre al leer; pero, tarde o temprano, tendrá que levantarse y salir. Ahí es donde le estaré esperando: afuera. O tal vez más cerca. Puede que, incluso, en esta misma habitación.Desde luego, usted cree que esto es una broma. Supone que se trata sólo de un cuento de un libro y que yo, en realidad, no me refiero a usted. Pero juegue limpio: admita que le estoy advirtiendo lealmente.Harley apostó conmigo que yo no podría hacerlo. Lo que se juega es un diamante del que me ha hablado; un diamante del tamaño de su cabeza. Por eso tengo que matarle a usted. Y también por eso tengo que contarle primero el porqué, el cómo, y todo lo demás. Eso forma parte de la apuesta. La clase de idea que a Harley se le ocurriría.Primero le hablaré a usted de Harley. Es alto, atractivo, cortés y mundano. Se parece un poco a Ronald Colman, sólo que más alto. Viste como un millonario, pero no importaría que no lo hiciese; quiero decir que estaría elegante aun con un mono de trabajo. En Harley y en la forma en que le mira a uno hay algo mágico; una burlona magia que hace pensar en palacios, países lejanos y música divina.En Springfield, Ohio, conoció a Justin Dean. Justin, un tipo bajete e insignificante, no era más que impresor. Trabajaba para la Compañía Impresora y Grabadora Atlas. Era un hombre muy vulgar, totalmente distinto a Harley; no podían encontrarse dos hombres más diferentes. Justin sólo tenía treinta y cinco años, pero estaba ya casi calvo y debía usar gruesos lentes porque había arruinado su vista con los delicados trabajos de grabador
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