Justo cuando la puerta del ascensor se cerraba, un sospechoso silencio se adueñó del ambiente de la oficina. Todo el personal de mantenimiento había acabado su jornada, después de que secretarias, directores de departamento, comerciales y el resto de habitantes cotidianos de la empresa hubiera, mucho antes, abandonado el edificio también. Ya no quedaba nadie, excepto los 55 años del fundador de la compañía, que después de verla crecer y subrayar beneficios tras 30 ejercicios fiscales, aún seguía pensando en ella día y noche, desde su despacho en el último piso del inmueble. En realidad, sus pensamientos daban paso a largas exposiciones que en forma de documentos internos llegarían por la mañana a decenas de sus empleados y también al consejo de administración. En esta ocasión, su pluma estaba decidiendo sobre algo que molestaba en esferas para él desconocidas, de maneras que para él no serían sino extrañas interconexiones de hechos más allá de su entendimiento. No es que disfrutara estando allí, pero el momento en que, al final del día, quedaba a solas con su empresa, como el primer día que la fundó, le hacía sentir más joven, satisfecho y en paz. Quizá orgulloso.
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