De cerca, el «Adastra» brillaba ya bajo la luz del sol cada vez más próximo. Los discos de visión que recorrían el casco de la gigantesca nave espacial transmitían una débil claridad a las pantallas visoras anterior. Mostraban el monstruoso y redondo globo metálico, entrecruzado por vigas demasiado macizas para ser transportadas por una energía menos poderosa que la de la propia nave espacial. El globo de mil quinientos metros de diámetro aparecía como un objeto débilmente brillante inmóvil en el espacio. Esa apariencia era engañosa. Aunque la nave parecía monstruosa demasiado inmensa para ser movida por cualquier tipo de energía concebible, en aquel momento reaccionaba a la energía. En una docena de lugares de su costado débilmente brillante se veían unas aberturas. De esas aberturas salían tenues llamas color púrpura. Su resplandor era débil - más que el de la estrella cercana - pero eran los cohetes desintegradores que habían elevado al «Adastra» de la superficie de la Tierra y durante siete años lo empujaron a través del espacio interestelar hacia Próxima Centauri, la estrella fija más cercana al sistema solar de la humanidad.
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