El Gran Hotel Occidente no era, en modo alguno, el mejor hotel de la ciu-dad. No por ello, dejaba de ser un hotel elegante, dotado de cierta clase, aunquelos clientes que lo visitaban eran gentes algo venidas a menos en los últimos tiem-pos. La actividad en su interior era febril, intensa. Decenas de hombres y mujerespulcramente uniformados andaban arriba y abajo con ese paso ligero que no escarrera ni paseo. Transportaban de un lado a otro del vestíbulo maletas, bandejasllenas de vasos y de copas, trajes de gala prendidos en sus perchas e inmaculadosbajo una funda de plástico, se transportaban a sí mismos de un lado a otro, trans-portaban sus miserias, sus tristezas y sus desvelos, pero también sus alegrías y sussonrisas. Sonrisas veladas, como vergonzosas de explotar en todo su esplendor.Farfullaban por lo bajo inarticulados mensajes abocados al olvido pues no había,entre todas personas que poblaban el Gran Hotel Occidente, una sola a quien elmensaje de los hombres y mujeres que farfullaban por lo bajo, tuviese como des-tinataria. Parecía que con sus susurros espantaban los espíritus que debían de ron-dan aquel maravilloso edificio, espíritus, por otro lado, lo bastante atareados ensus propios menesteres, como para sentirse aludidos por los burdos sortilegios deestos seres extraviados
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