El hecho que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente como parademostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir. El testimonio de sussentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición —tendido boca arriba, con lasmanos cruzadas sobre su estómago y atadas con algo que rompió fácilmente sin que se alterase lasituación—, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio,constituían una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.Pero, muerto… no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no sepreocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un filósofo, sinosimplemente una persona vulgar, dotado en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que lehabía dado ocasión de inquietarse estaba ahora aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo quese refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong
Disponible también para ver online en HTML. Una vez en la página clicar en: VER HTML - Descargar PDF.
Para ver más información debes estar identificado / registrado.