Desde hace ya milenios, vivimos nuevamente bajo el régimen del matriarcado. Las mujeres han ganado la partida. Y la han ganado por completo. Estamos pagando acerbamente su antigua servidumbre. Nosotros, los hombres. Y esto dura desde hace milenios. Sin embargo, a veces tengo la esperanza de un cambio. En la historia de este mundo, los d ías se siguen y no se parecen. Y es en los libros de historia donde busco un motivo de esperanza. Soy en efecto uno de los muy pocos hombres que gustan aún de la lectura. Durante los largos d ías que paso recluido en la morada que me ha sido asignada, leo las obras de los antiguos. Incluso las comprendo. Parece que, pese a mi condición, mi inteligencia se halla por encima de la media. Es sin duda por esta razón por lo que ellas me vigilan con una insistencia muy especial. Pero esto no me impide devorar obras que, en destellos, me revelan lo que era el mundo en un lejano pasado, mucho antes del matriarcado. Esto me hace so ñar. En vano. Porque jamás saldremos de nuestro estado. La esperanza, verdaderamente, no puede ser más que una ilusión No podemos escapar. Ellas se las han arreglado admirablemente para darnos lo esencial: el albergue, el sustento, incluso el confort. En suma, una especie de anestesia, un anquilosamiento mental que nos encarcela con mayor seguridad que los barrotes de una prisión. Ni siquiera tenemos la idea de intentar una evasión. Y cuando, algunas veces, intento suscitar una revuelta, mis compañeros me miran asustados y se apartan de m í con desconfianza. No comprenden. Quizá me denuncian. Es el eterno masculino, con sus debilidades y sus ruindades. Uno apenas puede fiarse del sexo débil.
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